lunes, 10 de julio de 2006

Reflexiones sobre el Mundial Alemania 2006 y la ausencia del Perú

Cuando era niño, la vida, fuera de la escuela y lejos del regazo de mamá, con excepción de los recreos, se reducía a una pelota. El fútbol era una pasión. Goles eran amores. No soñaba con jugar para el equipo de mis amores porque a decir verdad, pese a que la vida me dio un par de piernas fuertes y veloces, me escatimó talento. Tratándose de fanaticadas, era un tanto promiscuo. Al llegar a los 12 años ya había tenido fogosos romances con Universitario de Lima (la U), José Gálvez de Chimbote, Atlético Chalaco del Callao y Unión Huaral. Y cada vez que iba a ver las finales de la Copa Perú, regresaba enamorado de equipos como Aguerridos de Monsefú, Hungaritos de Pucallpa, Deportivo Cañana, Aguas Verdes de Tumbes y otros por el estilo. De la selección, siempre fui hincha, más o menos hasta 1994.

Con el tiempo, me hice hincha del fútbol y de nadie. Y recién entonces, sólo entonces, empecé a entender las causas de mi confusión futbolístico-sentimental. Todos estos cuadros, con excepción de la U, eran humildes equipos de barrio, jugaban bonito y tenían un jugador, casi siempre delantero, que jugaba como yo, pero bien, es decir, que era de baja estatura, vehemente, veloz y hasta alli no más eran como yo, luego, manejaba bien el balón, en lo cual ya no eran como yo. Eran de esos que, sin importar ante que defensa, resultado parcial o cuadro se enfrentaran, jamás se rendían. Luchaban siempre hasta el final. Eran como yo. Mi madre todavía cuenta con visible orgullo de progenitora cómo pateaba yo las sillas del comedor cuando a la selección o mi equipo favorito le hacían un gol o perdía. Y los viejos amigos del barrio, casi todos frustradas estrellas del balompié, aún a veces recuerdan el nombre con el que, aludiendo al goleador del Mundial de Argentina (Mario Kempes), se me bautizó una gloriosa tarde de fulbito en 1978: “Kempe”... Kempe…ñoso que eres.

Y eso era lo único que me salvaba. Los muchachos perdonaban mis limitaciones futbolísticas porque apreciaban el empeño que ponía en cada jugada. Eso me hizo digno de jugar varias veces en la selección del barrio. “Que juegue Julio”, decían, “necesitamos un empeñoso que sea correlón”.

La mayoría de muchachos del barrio eran realmente muy buenos con la pelota. Y todos tenían nombres estrafalarios. Así era y es mi pueblo, Chimbote. Todos tienen un mote. Palito y Loco eran buenos, pero no tan buenos como los demás. Rata era el mejor de los porteros; Chancha, era líder y hombre orquesta; Catura, hermano del Chancha, con quien en épocas de crisis económica se jugaban el desayuno a la quinela, era uno de los mejores defensas y un magnífico motivador; Tarántula era de esos defensas que metían miedo, en la cancha y fuera de ella; Satán, un magnífico volante de contención; y Gordo Eddy, un excelente volante creativo. Habían muchos otros, Cote, Lija, Monchi, Negro Frank, Zibarro, Wicho y muchos más, pero, el mejor de todos era Chueco. Siendo hermano menor del Tarántula y el Satán, no sólo había nacido con las cualidades de ambos sumadas, si no que había aprendido de ellos todos los trucos. Tenía unas canillas a prueba de palos. Sin importar que tan fuerte lo pateáramos, él siempre se quedaba con la pelota.

Me pregunto hoy, dedicado al poco remunerado oficio de las letras y a las dudosas profesiones del derecho y la diplomacia, y cuando el recuerdo de una blanquirroja en el gramado mundialista empieza a ser ya un recuerdo borroso, cuántos de esos Zidanes, Totis, Riverys y Ronaldinhos, más allá de su fama presente, fueron alguna vez Chuecos, Chanchas, Caturas y Tarántulas. Y, ante la impotencia por no ver a mi selección en un mundial hace más de 24 años, me declaró hincha, más que de personajes, de actitudes futbolísticas.

Me declaro hincha de la irreverencia de Del Piero y su gol en la semifinal Italia-Alemania, mostrando que hace goles tanto para su club como para su selección, y goles de semi sombrerito a un portero que le lleva una cabeza de estatura!. Y por eso mismo, deploro los errores increíbles de Andrés Mendoza frente a los arcos rivales y la falta de gol de Claudio Pizarro con la selección. ¿Por qué será que todos estos señores sólo hacen goles para los clubes que los contratan?

Me declaro hincha de las lágrimas de los jugadores alemanes, portugueses, argentinos y franceses y del pundonor de los morenos ecuatorianos. Y por eso mismo me avergüenzo de la indiferencia y hasta desfachatez de la mayoría de jugadores de las selección peruana frente a las derrotas ¿Será que ya se acostumbraron?

Me declaro hincha de un jugador africano cuyo nombre no recuerdo. Juega en Europa creo y me declaro hincha suyo porque desechó una excelente oferta económica de su club para poder jugar por la selección de su país a cambio de simplemente el orgullo de hacerlo. Y por eso mismo, deploro de la dizque estrella Andrés el Cóndor Mendoza, quien declaró públicamente que él no hacía goles con la selección porque él sólo hace goles para su club que es el que le paga. Y deploro del nefasto entrenador brasileño Autuori que siguió convocándolo a la selección, enviando con ello un mensaje claro a los Chuecos y Chanchas de nuestros días: jugar por el Perú no tiene valor, juega sólo por tu billete y para el que te paga.

Finalmente, mientras me ruborizo ante la familiar imagen de la mayoría de los actuales jugadores peruanos que, cuando reciben un gol, derrotados bajan los brazos, la cabeza y la mirada que es lo mismo que decir, el alma, me declaro hincha del entrenador de Alemania, Klinsmann, cuando, luego del primer gol de Italia en la semifinal a un minuto de acabar el partido, cierra los puños y grita en alemán algo que traducido al lenguaje de mi barrio debió ser algo así como “Vamos carajo, no se rindan, a voltearle el partido. Somos buenos, carajo!!, somos Alemania, somos mejores!!”. Y aunque no lo fueron, no importa. Alemania no tiene Mendozas, ni Pizarros, ni Solanos en su selección. Ellos tienen Caturas, Chanchas, Chuecos, Satanes y Gordos Eddies o como se diga en su lengua, o sea, jugadores que hacen goles, o al menos lo intentan, no importa donde los pongan. Y por lo mismo me declaro hincha de los argentinos y su piconería y la bronca que armaron al final del partido con Alemania, ese no saber perder que tanto odiamos pero que, al final del día es también un “no querer perder” y “no chuparse en ningún estadio, ni siquiera en uno con hooligans armados hasta los dientes” pues es en esos estadios donde los argentinos alcanzan su verdadera estatura y juegan mejor.

Y se me ocurre, para terminar esta breve catarsis, que así como se importan jugadores argentinos, brasileños, colombianos, paraguayos y uruguayos para mejorar el nivel de los equipos y de paso "a ver si los nuestros aprenden y se contagian de su calidad y carácter", tal vez deberíamos establecer como requisito indispensable para cada potencial jugador de la selección, un curso rápido de autoestima, amor por la camiseta y cómo desarrollar cojones en la cancha, en 15 días, en Argentina, Alemania o en Paraguay o... en mi barrio.