martes, 13 de diciembre de 2016

Carta a Viktor Emil Frankl



Ginebra, 13 de diciembre de 2016

Querido Viktor:

El año que usted nació, 1905, mi padre aún no había llegado al mundo. Y el que falleció, 1997, yo era todavía un adulto que, de alguna manera, tampoco terminaba de llegar al mundo. Por esa época, yo vivía en la India y, sin saberlo, había empezado un viaje que me llevaría mucho más lejos que las cumbres más altas de los Himalayas, una travesía que deseaba hacer pero que no sabía cómo ni con quien.
Empecé entonces una búsqueda intensa que me llevó a otros países en donde conocí maestros y tuve compañeros de viaje que ocasionalmente también actuaron como maestros. Entre ellos estuvieron filósofos y terapeutas, E. Fromm, con quien, estoy seguro, alguna vez habló, J. Bucay y E. Tolle. También el hijo de 7 años de mi amiga Dawlish que, cada vez que les visitaba, me recibía con esta pregunta: "¿A qué jugamos?".
En otra ocasión, mientras curioseaba en una librería para enterarme de las novedades bibliográficas, me encontré con tu "El Hombre en busca de sentido". No tengo palabras para expresar las emociones que atravesaron mi cuerpo de un lado a otro lado.

Algunos pasajes me llenaron de tristeza y otros de asombro y de alegría. Y si he de quedarme con un pasaje, sería con este: "El modo como un hombre acepta su destino y todos los sufrimientos que comporta, el modo como acepta su cruz le da la oportunidad, incluso en las circunstancias más difíciles, de proporcionarle un profundo significado a su vida". 
Pero el libro todo, querido Viktor, me colmó de esperanza. Me cambió la vida.
Aprendí que hay tres posibilidades "de encontrarle sentido a la vida hasta el último instante, hasta el último suspiro: (...) una acción que realicemos; una obra que creemos; o una vivencia, un encuentro y el amor." Pero también cuando nos enfrentamos al destino inevitable y damos testimonio de la capacidad humana para transformar el sufrimiento en logro humano.
Ayer, mientras intentaba pasar el tiempo de la manera más provechosa en un café de Ginebra, empecé a leer sus Memorias. 
En ellas encontré una frase y una anécdota que me tocaron muy hondo. La frase fue una cita de John Ruskin y dice así: "Hablando sobre el poder, estoy de acuerdo con John Ruskin, que dijo en una ocasión 'Solo existe un poder: el poder de salvar; y solo existe un honor: el honor de salvar'". Viniendo de usted, médico y sobreviviente de la barbarie nazi, ¡tiene tanto sentido!

La anécdota, por su parte, requiere un poco más reflexión. ¿Por qué? Porque viví algo muy parecido. En su caso, fue un sacerdote que en la homilía dijo: "Justo aquí detrás, en la Mariannengasse, vive un tal Viktor Frankl, que ha escrito un libro, Del psicoanálisis al existencialismo, y se trata de un libro ciertamente impío". El pobre cura no sabía que el tal Viktor Frankl estaba allí, entre los feligreses. Y usted, con la mayor delicadeza posible, lo saludó y se presentó.
En mi caso, corría el año 2005 y yo me encontraba dictando unas charlas sobre reforma del Estado para un grupo de militares con rango de capitán a mayor. Yo estaba muy feliz y entusiasmado. Había preparado mi presentación con mucho ahínco y había incluido entre las pocas lecturas, un artículo firmado por mí y publicado semanas antes. Se trataba de un resumen del capítulo 3 de la tesis de investigación que había sustentado para obtener el grado de Magister en Ciencia Política en la Universidad Católica del Perú, y hablaba sobre las reformas hechas en mi país por un autócrata que tuvimos desde 1990 hasta el año 2001 y que ahora está en prisión por corrupción y violación de derechos humanos.
En cuanto pregunté a los oficiales si habían tenido tiempo para leer alguna de las lecturas, uno de los oyentes levantó la voz y comenzó a hablar (de mi artículo): "Aquí hay un artículo de un tal Julio Álvarez Sabogal que habla sobre la reforma. Este autor es un payaso". Pasando por alto el lenguaje utilizado, no adecuado para el contexto (académico) ni para condición de oficial del ejército, le hice unas preguntas entonces para saber si había leído concienzudamente el artículo. Y, al darme cuenta de que no lo había hecho, le pregunté si sabía quién era el autor. Respondió que no. Y entonces me presenté. El oficial quedó mudo. "Fue un piscinazo" dijeron después sus colegas. Y yo, al igual que usted, me llené de preguntas: ¿Qué era lo que había ocurrido en las vidas de los protagonistas de ese minuto para que nos (des) encontráramos allí y de esa manera? ¿Cuán pequeña era la probabilidad de que su profesor fuese ese payaso al que se refería groseramente? ¿Llegaría a tener mucho poder ese oficial? ¿Se convertiría alguna vez en General?
Al final, de la misma manera que lo hizo usted, renuncié a una explicación a esa casualidad. Y siendo como soy, ya ni del nombre ni del rostro del oficial me acuerdo. Qué más da si, de todos modos, como dices: "Somos demasiado tontos para explicarlas y demasiado listos para negarlas".
La vida, dijo un poeta, es el arte del encuentro y cada encuentro (o desencuentro) tiene una razón, un para qué, un sentido que es la respuesta que le damos a ese hecho que no pudimos evitar y que no podemos borrar. A eso llamaba usted "amor al destino".
Gracias, Viktor, por todo lo que me ha enseñado. Y reciba un cariñoso abrazo. Aquí siempre le recordamos,

Julio.

5 comentarios:

  1. Excelente. Gracias por compartirlo. Amor al destino. Genial. espero verte pronto!

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  2. Felicidades, me ha encantado. Saludos desde España. Laura

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    1. Saludos, Laura. Perdona que sólo ahora vea tu comentario. Me alejé por mucho tiempo de mi blog, pero he vuelto. Gracias por comentar y me alegra que te resuene.

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  3. Me encantó, justo ahora estoy en esa búsqueda. Espero, al igual que usted llegar a encontrarla.

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  4. Saludos, Aldarys. Me alejé por mucho tiempo de mi blog, pero he vuelto. Gracias por comentar y me alegra que te resuene.

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