jueves, 17 de septiembre de 2009

La lección de don Armando Vera


Una de las verdades que he aprendido a lo largo de mi vida es que nadie ni nada de lo que existe en el universo está separado lo uno de lo otro[1] y que, por lo tanto, todo lo que le hacemos a alguien más o al planeta, bueno o malo, siempre nos retorna.

Hace dos días, mientras me preparaba para la reunión que tengo todos los martes con un grupo de cristianos sin denominación para estudiar la biblia, recordé uno de esos episodios de mi niñez que me hicieron ver en una acción humana, la aplicación de ese principio en los hechos cotidianos de la vida real, y que conservo en mi baúl de recuerdos más preciados. Se los voy a contar.

Cuando yo era niño, era peleón y lo era porque en mi ciudad, un puerto que albergaba a una sociedad machista y agresiva, había que saber defenderse. Entre mis buenos amigos estaba Armando Vera (o Armandito como le decía yo) con quien, como con todos, tuve tres o cuatro peleas sin consecuencias. Claro está que nos peleábamos por tonterías. Éramos sólo unos niños.

Lo cierto es que la segunda vez que nos peleamos, intervino el papá de mi amigo, don Armando. Cuando lo vi venir, me asusté mucho y pensé en correr pues me imaginé que él haría exactamente lo mismo que otros padres habían hecho en circunstancias similares, es decir, perseguirme, gritarme, insultarme y quejarse con mis padres. Pero, para mi sorpresa, don Armando, sin perder la calma ni la sonrisa, sólo nos separó, nos limpió la ropa, nos secó el rostro –sí, a los dos, a su hijo y a mi- y nos llevó abrazados a la tienda “del Mister” que era la bodega del barrio, mientras nos decía que por qué peleábamos, que nosotros éramos amigos y los amigos se querían entre sí y no se golpeaban, que ya que nos olvidáramos de la peleas, que nos diéramos la mano, un abrazo, y nos invitaba una gaseosa (soda) heladita y riquísima.

Esta acción, sin embargo, no produciría mucho efecto en ninguno de los dos, a corto plazo, pues después de reconciliarnos, nos volvíamos a pelear con una agravante: que yo, para herir más a Armando, haciendo gala de mi maldad infantil, mientras nos peleábamos, le decía: “¡Tu papá me invita gaseosa para que te pegue!” lo que enfurecía a Armando hijo y quien, estoy seguro, llegaba a casa y le contaba a su papá.

Pero don Armando nunca dejó de hacer lo que él sabía que era lo correcto y allí acabábamos siempre en la bodega “del Mister” tomando una gaseosa helada.

Y hoy, después tantos años, me vinieron a la mente esos pequeños momentos y me estremecí porque por fin entendía el significado de lo que don Armando había hecho.

Don Armando, en aquellas ocasiones, me dio varias lecciones que hoy me hacen ser un hombre feliz.

La primera fue la del perdón, ese milagro que lo cura todo.

Luego la de la compasión –en su definición budista-, ese milagro que hace que yo, más allá de mi enojo, pueda ver a otra persona más allá de su enojo, de sus golpes y de sus frases hirientes, como alguien que sufre y que sea capaz de amarle a pesar de todo.

Y finalmente, de manera clara y contundente, la del principio de la no separación. Y lo hizo mostrándome con actos concretos que el hecho de que yo no fuera su hijo no me hacía diferente de Armandito. El simple hecho de ser un niño como su hijo me ponía en el mismo nivel que él y me hacía merecedor de ese acto de amor.

Don Armando falleció hace varios años ya y lamenté no haberme dado cuenta antes de esto para poder decírselo. Así que, sin pensarlo, marqué el número de teléfono de Armandito, quien se hallaba atendiendo la llamada de uno de sus clientes, para contarle la manera tan hermosa como su padre había influido en mí.

No sé si Armandito, quien ahora es un hombre de más de 40 años, lo recordaba, pero me dio gusto compartir esto con él y decirle:

"¡Tremendo ser humano tu padre, Armando!"

Y a usted, don Armando, donde sea que se encuentre… gracias por una lección tan hermosa.


[1] Sí claro, es el llamado efecto mariposa que los chinos taoístas descubrieron hace más de 2000 años y unos “sabios” occidentales anunciaron como un “descubrimiento sin precedentes” hace menos de 50 años sin pagar derechos de autor.

domingo, 13 de septiembre de 2009

¡Me estoy convirtiendo en mi abuelo!


Soy muy curioso y me fascina explorar, desde mitos e ideas filosóficas hasta cómo reparar un radio y un televisor. Cuando era niño, los juegos que mis padres me compraban eran cubos mágicos y piezas plásticas de mecánica. También me regalaban algunos juegos con motor eléctrico como naves espaciales y autos de carrera y a control remoto, pero de estos me aburría a los pocos días.

Mis juegos preferidos eran confeccionar coloridas cometas, arreglar bicicletas, construir carropatines y despanzurrar los juegos eléctricos para arrancarles el motor e instalarlo en el barco de madera que había construido con pedazos sobrantes de madera de construcción.

Los carropatines eran algo así como los skateboards rústicos; carros que eran una lámina de 2 o 3 pulgadas de madera a la que le hacíamos un agujero en la parte delantera para instalarle un volante y dos pedazos de madera cruzadas atrás y adelante en cuyos extremos se colocaban rodajes que eran las ruedas. Los había de 3 y 4 ruedas. Jugábamos a las carreras de automóviles con ellos. Los más pequeños éramos los conductores y los más grandes el motor, es decir, que eran los que empujaban a la mayor velocidad posible. Construir carropatines era divertido pero hacer cometas lo era más porque se trataba de una mezcla de ciencia y arte, pues si los principios de aerodinámica, peso específico, equilibrio, contrapeso, no estaban bien aplicados la cometa no volaba o volaba borracha, dando tumbos. Y era arte porque la idea era tener la cometa más bonita y no había tienda que las vendiera. Las hacíamos. En forma de cruz, H, Estrella... las hacíamos.

Me vino a la memoria esto hoy por la mañana después de reparar un sofá, una cómoda, un agujero en la pared y una aspiradora en casa, que me hubiera costado más de 300 dólares en otro caso. Me vino a la memoria aquella vez que era un estudiante universitario que contaba las monedas y obtuve mi primer equipo de audio. Amante del canto, la música era y sugue siendo mi segunda piel. Y por eso, soñaba con tener un radio reproductor de casetes, el más barato pero simplemente no me alcanzaban las propinas que

esforzadamente me daba mi padre quien también pagaba los estudios universitarios de mi hermana y míos. Pero, el destino quiso que encontrara en la bodega de la casa de una tía económicamente acomodada un pequeño reproductor de casetes Toshiba descompuesto y partido en dos. Fue como ver el cielo. Lo llevé a casa y después de varios intentos, goma por aquí, goma por allá, uniendo este extremos del circuito con este otro... ¡el aparato funcionaba! Funcionaba y alli, en ese pequeño reproductor, pude escuchar por primera vez en mi vida a cantantes y músicos que aún me acompañan, Bob Dylan, Cat Stevens, Joan Baez, Silvio Rodriguez...

Dicen mis sobrinas que esta historia se las he contado al menos 30 veces, tal como lo hacía mi abuelo con las historias de su sufrida niñez, los maltratos de su padre, su fuga de la casa paterna a los 12 años para nunca más volver, su adolescencia desamparada, sus peripecias para casarse con Rosa, mi abuela, la persecución de una de las tantas dictaduras que ha tenido el Perú, sus amoríos y de cómo se hizo hombre. Santos Sabogal, mi abuelo, era un agente de aduanas y cuando no nos contaba sus historias una y otra vez, estaba haciendo o reparando un mueble o un equipo en casa. Sus anécdotas eran alucinantes y su vida llena de aventura. Sin padre ni madre a los 12 años de edad, aprendió a hacer de todo y no sólo sobrevivió sino que hasta formó una familia y crió 7 hijos, 3 hombres y 4 mujeres, la segunda de ellas, mi madre. Y por eso sabía hacer de todo y le encantaba contar sus historias. Así era él, único, valiente, pero sobretodo útil, muy útil… y repetitivo.

Por eso digo, Dios, me estoy convirtiendo en mi abuelo. ¡Útil y repetitivo!

sábado, 12 de septiembre de 2009

Sabiduría juvenil

La vida es un rio que fluye, algunas veces calmo y transparente, y otras, tormentoso y arrastrando rocas, lodo, troncos, animales muertos y personas. La alternativa que tenemos es: o fluir con ella, sortear los escollos, rodearlos y permanecer navegando o resistirnos al flujo, estacionarnos en medio de la corriente pretendiendo que no nos golpeen lo que trae el río y que el agua que bebimos ayer sea la misma que bebemos hoy y que beberemos mañana.

Conversaba esta mañana con mi sobrina Donatella (20 años) acerca del amigo de un amigo que hace poco tiempo se quitó la vida luego de haber estado 3 meses sin trabajo y estar a punto de incumplir por primera vez el pago de la cuota mensual del préstamo hipotecario de la casa de sus sueños, dejando en la miseria a su esposa y cuatro hijos de entre 4 y 11 años. Según mi amigo, además, su amigo había ido al doctor el que, por estar "un poco deprimido", le había recetado un anti-depresivo (Lexapro) que, según aparece en varias páginas de internet, ha terminado por llevar al suicidio a las personas que lo consumieron.

De esto me enteré ayer y me vinieron a la memoria varios casos de suicidio que he conocido a lo largo de mi vida como el de la famosa Mónica Santamaría en 1994[1] y no pude evitar preguntarme por qué y también para qué ocurren estas cosas.

Le conté de esto a mi sobrina porque, como todos los niños de su generación, ella admiraba a Mónica y una semana antes de su muerte, había estado en la playa Tortugas donde mi sobrina pasaba el verano. Se lo conté porque quise saber que había pensado o sentido y su respuesta fue que ella no entendía que significaba el suicidio pero que esa vez aprendió una nueva palabra. Sobre el amigo de mi amigo opinó que era un cobarde porque, me dijo, si no obtenía el trabajo que buscaba, pues se podría haber puesto a limpiar casas o cualquier otro tipo de trabajo y, claro, vender la casa de sus sueños y mudarse a vivir a un lugar mucho más modesto mientras llegaban tiempos mejores.

En dos palabras: adaptarse o resistirse. Adaptarse al cambio y vivir o resistirse al cambio y perecer. Y el amigo de mi amigo eligió perecer.

La conversación navegó hacia los miedos y cómo estos nos paralizan, y como la parálisis nos frustra, nos hace ansiosos, lo que nos paraliza aún más y nos da más ansiedad y luego angustia y depresión, y más parálisis y más depresión que, como bien lo explica Jorge Bucay, no es tristeza sino un estado de ruina interior (o sea, espiritual) que lleva al suicidio físico porque simplemente por dentro estamos en escombros, ya muertos.

Cumpliendo con mi papel de tío-papá, quise que Donatella entendiera el para qué de todo esto y le expliqué cómo las personas actuábamos solamente o por miedo o por amor, que el miedo ya sabíamos a donde podía conducir, que el amor lo hacía inevitablemente hacia la felicidad y que era nuestra elección hacerlo de una u otra manera.

Del miedo, le dije entonces, sólo se sale de una manera - ¿Cuál es esa manera?- me pregunto y yo le respondí –Pues, haciendo eso mismo que te causa miedo- Y añadí que esa era la única manera porque estar paralizado por el miedo es como estar en un callejón sin salida y me acordé entonces de lo que cuenta Bucay sobre un texto del humorista argentino Landrú en un dibujo donde un personaje dice:

"Si usted se encuentra en un callejón sin salida, no sea IDIOTA, salga por donde entró."

Atraemos lo que somos, o al menos lo que estamos siendo, le dije. Si nos apegamos a los bienes materiales y relaciones superficiales y descartables, terminamos llenado nuestro interior de escombros y desperdicios hasta que nuestro interior muere de sofocación. Y terminamos atrayendo lo que estamos siendo, incluida la auto-eliminación física como una extensión lógica de la auto-eliminación espiritual que ya hemos experimentado.

- ¡Como en El Secreto, tío! ¡La ley de la atracción!- dijo entusiasmada Donatella que hace poco había leído ese libro.

- Sí, claro –le dije- aunque ese libro no me gusta. Está demasiado enfocado en la obtención de riquezas y bienes materiales como sinónimo de felicidad.

Y para dejar bien clara mi crítica le pregunté: ¿Qué vas hacer si un día pierdes todas esas riquezas y esos bienes materiales como ocurrió en el caso del amigo de mi amigo?

Su respuesta inmediata fue:

- ¡Lees otro libro! Uno que te haga aprender a ser feliz sin todo eso que perdiste.

Es decir, adaptarse o resistirse, vivir o perecer. Y veo que mi sobrina tiene bien claro que ella elegiría vivir. Y se me ocurrió que en esta época del boom de los libros de autoayuda, emulando a Landrú, podríamos decir:

"Si el libro que leyó no le muestra la salida, no sea IDIOTA, ¡Lea otro libro!"

¿Y saben qué? Me sentí orgulloso y feliz.

La lección fue aprendida.

Lo único que no me quedó claro fue si fui yo quien le enseñé a ella o ella quien me la enseñó a mi.



[1] Conductora del exitoso programa infantil Nube Luz quien en 1994, a los 21 años de edad, se quitó la vida de un disparo, luego de un período de fama internacional acompañada de estrés y depresión.