jueves, 28 de mayo de 2015

La frontera sur (cuento)


Siempre hay una primera vez para todo. La primera palabra, los primeros pasos, el primer balón, el primer día de cole,  el primer amor y, como en mi caso, la primera vez que crucé la frontera sur. Tenía siete años. Era un niño flaco, curioso y alborotador. Acababa de empezar el tercer grado de la escuela primaria y, como un buen hijo orgullo de su papá, ya había estrenado mi uniforme comando he ido con mi abuelo a ver a los soldados que desfilaban cada veintiocho de junio para conmemorar la semana cívica y el santo de la ciudad. A mi abuelo, que había sido sargento, le encantaba la parada militar.
El mundo limitaba al norte con una acequia de dos metros de ancho que venía de la fábrica de acero donde trabajaba papá y a veces, solo a veces, con Wiski, el perro más grande que habíamos visto jamás. Al este con la pampa y el temido barrio El Acero con sus casas de adobe, quincha y calamina; al oeste con la bahía El Ferrol y el malecón; y al sur, el Tambo, la bodega de doña Juana, y más allá, la frontera del miedo, el terror, el territorio inexplorado de la morgue y el hospital.
A la acequia podíamos ir solo para jugar con los barquitos que fabricábamos con clavos, pabilo y los restos de madera balsa que quedaban de las chalanas destrozadas por el oleaje o carcomidas por la sal y la humedad. Nunca para bañarnos. No nos fuéramos a ahogar.
Claro que para llegar al canal había que atravesar la explanada en donde a diario retozaba Wiski, el pastor alemán, cada vez que su dueño, el gringo Merlet (que no era gringo sino francés), le dejaba salir.
―¡Es un perro pastor!― decíamos impresionados.
―¡Y alemán!― añadíamos haciéndole lucir como un can despiadado, casi un devorador.
No sé de dónde sacamos eso. De las películas de nazis tal vez.
Pero Wiski no era tal como lo habíamos pintado. Era más bien un perro sociable y juguetón. Bastaba con que nos quedásemos quietecitos, con el corazón acelerado, pum, pum, pum, pum veloz, llenos de miedo, cuando le veíamos llegar. Wiski nos olisqueaba, un poco por delante y otro poco por detrás, y se iba sin siquiera gruñir.
Pero todos, sin excepción, habíamos tenido alguna vez un encuentro «fatal». Narrábamos nuestros encuentros con él cada tarde en lo de doña Juana, mientras saboreábamos un Sublime o un Cuácuá.
―A mí me persiguió― decían los más valientes― pero no le hice caso, me quedé allí como estatua y al rato se fue. Es manso el Wiski en realidad.
―¡Qué va a ser manso!― reclamaban los demás.
―Es verdad― decían las chicas― a mí me hizo llorar.
Yo no decía mucho. Y si hablaba, repetía con pequeños cambios, lo mismo que los demás. Que doblando la esquina de la casa de los Sánchez, así de repente, me había encontrado con él. Cara a cara. Boca a hocico. Pata a pie. Y que normal no más. Tranquilo. Que yo no era mariquita y que me sabía cuidar.
La verdad era, sin embargo, que a mí Wiski me aterrorizaba, lo mismo que me sobrecogía la oscuridad, sobretodo la que había más allá del Tambo, a donde solo se llegaba cruzando la casa del teniente-alcalde y recorriendo la calle de piedras y el malecón.
―Auxiiiliooooooo, meeee aaaahogoooooo―contaban los pescadores que, por las tardes, se escuchaba la voz lastimera de un hombre que años atrás había perecido en una tempestad. Hablaban también de una casa endiablada en donde las «desventuradas almas» jalaban la sábana y la frazada, movían el catre y armaban un bullicio infernal. También de un hombre alto de capa negra y otras historias que nos llevaban a la cama con un crucifijo y una oración.
Yo le preguntaba a mi abuelo si esas historias que contaban eran verdad.
―Jajajaja― reía― Y si fuera verdad, carajo, ¿qué? ¿Les vas a tener miedo? ¡Lo hacen para asustar!― Mi abuelo hablaba así. Para él, decir «carajo» después de cada frase era como para mi abuela, ardorosa creyente, decir Amén. Yo me divertía con él.
―¿A ti no te da miedo?
―No.
―Hombre macho no llora, carajo, ¿verdad, abuelo, verdad? ―le decía porque me gustaba parecerme a él.
El viejo sonreía me daba una palmada en el hombro y me decía:
―Así es―y cuando lo hacía, yo sentía que era un poco como él.
Un día, sin embargo, algo cambió. La realidad me puso a prueba sin aviso previo, así sin más. Y lo hizo en forma de un chiquillo pelirrojo y larguirucho con aires de sabelotodo y fanfarrón que se llamaba José.
José, o el Loco Pepe, era el hijo del director residente del hospital, y desde el primer día que nos conoció hablando de Wiski, se propuso quitarnos lo mariquitas.
―No puedo creer que por un perrito hagan tanto burdel ―dijo.
Para él era fácil decirlo. Tenía diez años. Ya era grande. Estaba en el cuarto año. Dos años más y marcharía en el desfile cívico-militar en un batallón con bastón de mando.
La cabeza de Wiski le llegaba al pecho mientras que a mí me llegaba justo a la altura del mentón.
― ¿Qué va a pasar cuando llegue la guerra? ¿Se van a orinar?
La guerra. Yo había escuchado a mi abuelo discutir con mi papá sobre si el nuevo gobierno, el del chino General, debía o no declararle la guerra a Chile. Mi papá decía que no, que no había nada mejor que la paz. Y mi abuelo que sí, para recuperar Arica, carajo, y Tarapacá. Chilenos pendejos, ya verán.
Yo amaba a mi abuelo. Él era un duro. Y si él no le tenía miedo a la guerra, yo tampoco.
―Miren― dijo el Loco abriendo los brazos y formando un círculo cómplice a su alrededor ― si son machos, pero machos de verdad, un día vamos a ir al hospital.
―¿Al hospital?― se me ocurrió decir― Yo ya fui al hospital y no me dio miedo― agregué orgulloso ―Fui con mis primos a ver a la tía Dolores, que la habían operado porque se estaba sintiendo mal y…
―Espera, espera, déjame terminar― me interrumpió― al hospital va cualquiera. No hay que ser macho para hacer eso. Lo sé. ¡Yo vivo cerca de allí! Hablo de ir un poco más allá. A la morgue. Está a lado. ¿Alguna vez han visto un muerto de verdad?
Yo no los había visto. Jamás. Pero solo imaginármelo me hacía sentir un nudo en el pecho y un escalofrío me invadía de la cabeza a los pies.
Una cosa era Wiski, que, como decía la abuela, era del más acá. Otra cosa eran los muertos, que eran del más allá.
―¿Qué? ¿Tienen miedo?
―Yo no― dijo el gringo Villa.
―Yo tampoco― se sumó el Cabezón Meléndez. Chicho y Willy se aunaron después.
Los demás no dijeron ni chis. Se miraron unos a otros con los ojos redondos y el pecho encogido por temor. Uno, el peor de todos, inclusive culpó a su mamá:
―Yo no puedo, Pepe. A las 7 es el toque de queda y si llego tarde, me va a pegar.
―¡Ahora pues!― nos retó ― Ahora los quiero ver. Es ir por detrás, escondernos de la patrulla, trepar la pared, mirar los muertitos, contar unos cuentos y regresar.
―Pucha, yo iría, de verdad, solo que…― me intenté justificar.
―Ya, ya, ya… Te chupas, Lobo. Pura bocas eres… bla, bla, bla― dijo el loco señalándome con el dedo índice como quien dice «mírenlo, mírenlo, al mariquita, mírenlo a él».
―No, en verdad es que…― iba a seguir inventándome una disculpa pero cerré la boca. Preferí callar.
El desafío que me había lanzado el loco me convenció. No porque de pronto me hubiese invadido un coraje a prueba de espantos, sino porque yo ya era, a esa tierna edad, lo que se dice un bocón. Hablaba casi siempre de más. Pero no lo hacía por mentiroso sino porque me fascinaba contar historias. Lo contaba todo: fantasías, ensueños, anhelos, visiones, chistes, aventuras, la mayoría de veces sin discriminar lo que era imaginario de lo que era real.
―¡Ja, ja, ja! Chibolos del mal. Iremos mañana― sentenció ―No te mariconees, Lobo ¿Vas a venir, verdad?
―Y… sí… carajo. Claro que voy.
―Hasta mañana entonces.
―Chau.
Esa noche dormí mal. Como siempre lo hacía cada vez que algo excepcional iba a pasar. Me imaginaba los finaditos tirados allí. ¿Cómo sería una morgue? ¿Cómo era un muerto? Yo había escuchado que pálido, blanco, frío, tieso, azul…
Y si nos descubrían las patrullas, ¿qué? Yo había escuchado que a un señor de la calle de al lado le habían disparado. Otra vez había visto una tanqueta pasar por mi calle y estacionarse frente a mi jardín. No se veía a nadie, salvo a un soldado que iba sentado en la torre con un fusil.
En la escuela apenas si me mantuve en pie. Volví a casa a la una, almorcé sopa de sémola, un bistec al jugo con ensalada y arroz. Hice mis tareas y salí de casa a las cinco y media, después de apurar medio litro de leche en mi tazón especial que decía «Buenos días», y un pan con mantequilla con que mamá complementaba mi alimentación religiosamente, cada día, a las cuatro y cincuenta porque estás flaco, hijito, hueso y pellejo, y tienes que comer bien. Le dije que me iba a jugar un partido de fútbol y que volvería antes de las siete.
El loco estaba ya con el gringo Villa, Chicho, Willy y el Cabezón en el punto de reunión.
No estábamos todos. Decidimos esperar, treinta o cuarenta minutos tal vez.
―Nadie más ha venido. Vámonos ya.
Yo les seguí.
Cruzamos la calle de piedras y recorrimos el malecón. En veinte minutos que parecieron diez mil, estábamos frente a una pared alta, larga y gris que lucía unos agujeros rectangulares de cuarenta por veinte en la parte superior. Ya no había lugar para arrepentirse. Estábamos más allá del umbral del mundo conocido, profanando los límites del mundo del más allá.
―Aquí es donde tenemos que trepar para poder ver― dijo el Loco justo en el instante en que algó caliente y peludo me tocó el tobillo
―¿Quiéres subir primero, Lobo? ­―preguntó alguien.
Pero yo que temblaba con algo peludo y tibio que me rozaba el tobillo, no respondí.
―¡Es Wiski! ―murmuró uno ―nos ha seguido hasta aquí.
―Se le ha escapado al gringo Merlet.
―Qué susto me dio ―comenté.
Recuperé el aliento y, entonces, uno por uno fuimos subiendo, con ayuda de los demás. Uno por uno menos yo que por ser tan pequeño ni con ayuda alcanzaba a poner mis ojos a la altura de la parte más alta de la pared. Buscamos ladrillos, piedras, pedazos de madera, pero nada había en esa área del hospital. Era un terreno baldío. Tan muerto como los habitantes de ese lugar.
Yo tampoco insistí mucho. Con llegar hasta donde había llegado, tenía bastante para contar. Me ocupé, sin embargo, por parecer frustrado y enojado por no alcanzar a ver a los muertos. Cuando crezca, todos los días voy a venir, amenacé.
El Loco empezó a contar cuentos de fantasmas y aparecidos, la mujer sin cabeza, el hombre del sombrero negro y el decapitado. Así estuvimos media hora tal vez.
Eran apenas las siete menos quince cuando volvimos al barrio y encontramos a los demás chicos en el Tambo. Y al gringo Merlet que habia estado allí pregutando si alguien había visto a su pastor alemán y dijo:
―Gracias porg traergme el perrgo.
Nos dio, cada uno, una moneda de un sol.
Y mientras el gringo se alejaba con Wiski a su lado, Chicho y Willy empezaron a hablar. Contaron todo, hasta lo que no llegaron a ver.
Yo, igual que el día anterior, cuando decidí que sí, carajo, yo voy, no decía mucho. Solo asentía entusiasta y confirmaba lo que contaban los demás. Pero cuando me preguntaron les dije que sí, que había visto sus cabezas y sus cuerpos, aunque más que nada sus pies.
Los chicos que habían estado conmigo, al escucharme, abrieron la boca volteando hacia mí. Pensé que me dirían calla mentiroso, si tú estuviste allí de relleno, te llevamos por pena nada más. Pero nadie me desmintió. Ni Chicho ni Willy, ni Pepe ni el Cabezón. Tal vez ellos mismos no habían visto nada en tamaña oscuridad. Me miraron sonriendo. Los miré y les dije:
―Chau, nos vemos después.
No había visto ningún finado. Ni había escuchado al ahogado gritar. Tal vez todas esas historias, como decía mi abuelo, eran solo para asustar.
Pero había cruzado la línea del miedo. Había pisado el paraje prohibido. Más allá del Tambo y los chocolates de doña Juana: la frontera sur.
Esa misma noche, a la hora de la cena, con las cortinas cerradas y a media luz, se lo conté a mi abuelo. El viejo cruzo los brazos sobre el pecho, acomodó su enorme barriga por encima del cinturón y me escuchó sin chistar. Cuando terminé:
―¡Jajaja!― lanzó una carcajada con su vozarrón y en voz alta exclamó: ―¡Jael! ¡Hija! ¡Este cojudo ha salido a mí!

Ginebra, 28 de mayo de 2015