sábado, 19 de diciembre de 2015

Civilización: occidente y el resto de Niall Ferguson



"Civilización: occidente y el resto" (Random House Mondadori, México, Ed. 2013, 425 p.) es la penúltima obra del historiador, profesor y escritor Niall Ferguson (Glasgow, 1964).

Ferguson busca responder dos preguntas: 

La primera es:

¿Por qué, a partir del siglo 15, un grupo de pequeños países del lado occidental del continente eurasiático, empezó a dominar al resto del mundo hasta convertirse en una especie de modelo (i)  del modo en que el resto del planeta aspiraba a organizarse? 

La respuesta se encuentra, según Ferguson, en seis complejos de instituciones identificables o "ventajas comparativas", seis maneras de pensar o "killer apps", con las ideas y comportamientos que llevaban aparejados:

1. Competencia, en lo político y lo económico, impulsó la innovación.
2. Ciencia, permitió transformar el mundo.
3. Derechos de propiedad, o el imperio de la ley para resolver pacíficamente disputas entre propietarios privados; creó una forma más estable del gobierno representativo.
4. Medicina, permitió mejorar la salud y esperanza de vida.
5. La sociedad de consumo, sin la cual la revolución industrial hubiera sido imposible.
6. La ética del trabajo, un marco moral y modo de comportamiento que mantiene unida a la sociedad.

La segunda pregunta es:

¿Ha perdido Occidente su supremacía sobre estas seis ventajas? Y si es así, ¿ya fueron los gringos estamos presenciando el fin de la supremacía de Occidente?
Competencia

Ideas claves: competencia, aislamiento, apertura, innovación,

Es el año 1420 y el nivel de desarrollo y prosperidad a lo largo de dos ríos (el Yangtsé en China y el Támesis en Inglaterra) no puede ser más diferente. 

En la China de los Ming florecía lo que en ese momento era la civilización más avanzada del planeta. El Yangtsé era un vasto complejo de navegación fluvial; el Gran Canal una impresionante arteria por la que transcurría un intenso comercio interior y Nankín, con su 1'500,000 habitantes, la ciudad más grande del mundo, un próspero centro de las industrias de la seda y el algodón y un importante centro de conocimiento. En lo militar, China era insuperable y contaba con la flota de navíos más avanzada y numerosa del mundo.

La capital de Inglaterra era, en 1420, una ajetreada ciudad portuaria que había sido golpeada por la epidemia de la peste bubónica y contaba con una población de no más de 40,000 habitantes. Era eje del comercio con el continente y sus industrias y comercio principales eran la lana, el paño y la construcción de barcos alentada por su conflicto con Francia. Estaban sus murallas y la Torre y el Puente de Londres. Pero nada de esto era comparable con lo que se podía ver en China.

China, señala Ferguson, era, para los estándares de la época, un lugar agradable donde vivir, mientras que en Inglaterra la violencia era endémica. Y en Europa, un continente con una enorme fragmentación política, se vivía desde el siglo 16, una lucha constante que, sin embargo, trajo tres beneficios imprevistos: la innovación en tecnología militar; eficiencia para recaudar impuestos para las campañas y desarrollo incipiente de herramientas financieras como métodos de empréstito público, concesión de derechos comerciales a cambio de compartir los beneficios; y todos los monarcas europeos alentaron el comercio, la conquista y la colonización como parte de su mutua competencia.

Pero, entonces, en 1424, ocurrió algo. Un cambio en el poder en China condujo al país al abandono de sus políticas de contacto con el resto del mundo y le llevó a un período aislamiento que duraría siglos: Mientras tanto, Europa empezaba a abrirse el mundo y a la era de los descubrimientos, alentados estos por la feroz competencia que existía entre esa multitud de pequeños reinos. China se convertía en una sociedad estática y Europa en una sociedad dinámica que quería transformar racionalmente el mundo. China dejaba de innovar e ingresaba a una era de reclusión y de estancamiento.

400 años después, en 1842, los barcos de guerra británicos remontaban el Yangtsé y propinaban una humillante derrota a China que tuvo que pagar una indemnización de 21 millones de dólares de plata.

Ginebra, 19 de diciembre de 2015.


Notas

(i) El capitalismo liberal y comunismo soviético, este último solo hasta 1991; entre las escuelas de pensamiento económico: Adam Smith vs John Keynes; la democracia representativa, la protección de los derechos individuales yel imperio de la ley; la medicina y sistemas públicos sanitarios;  y también la ropa y la dieta (entre los cuales tal vez los jeans, la pizza y la hamburguesa son tres buenos ejemplos), el trabajo (las semanas laborales de 40 horas u 8 horas de trabajo, o menos), la religión (el cristianismo), los hábitos de consumo; etc.

jueves, 17 de diciembre de 2015

El octavo ensayo de Aldo Mariátegui





... la "izquierda es (era o debería ser) la política que apela a la ética y que rechaza la injusticia (...) es altruismo, es hacer bien a los demás, mientras que la derecha es egoísmo, es atender el bien de uno mismo. (...) De entrada, la izquierda tiene unas credenciales ganadoras: es virtuosa y persigue el bien.  Y también, de entrada, la derecha se defiende mal: no se ocupa de virtudes y atiende solo sus asuntos. Pero también a esos efectos se da una contraindicación. Puesto que la derecha no apela a ninguna moralidad, no está expuesta a la quiebra moral. Por el contrario, quien alardea de moralidad, perece de inmoralidad (...) A día de hoy, la izquierda sigue siendo moralmente genuina por lo que respecta a quienes creen en ella y a sus activistas de base, pero en su mayoría es moralmente hipócrita en sus vértices. Digámoslo así: si el poder corrompe un poco a todo el mundo, a quién más corrompe es a la izquierda cuando llega al poder" (Mariátegui, Aldo. Sartori, Giovanni. La democracia en 30 lecciones. De Bolsillo, México, Mayo de 2015).
Aquí les dejo una pequeña reseña del Octavo de ensayo de Aldo Mariátegui (Lima, 2015, 1era edición) 

Para mi, el libro tiene fortalezas y debilidades. 

Las fortalezas
La primera es que es un libro emotivo, de principio a fin. Y captura la atención desde el inicio. El autor empieza confesando que odia a la izquierda y las razones de esa animadversión. Simple y directo. Confiesa su subjetividad, por lo que las críticas no podrán ir por el lado de la "falta de objetividad" (después de todo, en política la objetividad no existe).

Esta contraportada es faltosa... ¿no creen?
Me atrevo a decir que Aldo M. viene consiguiendo su objetivo con creces. ¿Cuál es su objetivo? "vacunar a los jóvenes..." contra lo que él considera es un virus... "el pensamiento rojo". De hecho, el libro no está dirigido a los politólogos o expertos sino a esos jóvenes... y fue el libro más vendido en la Feria Ricardo Palma 2015) Claro que la vacuna puede resultar peor que la enfermedad, pero, desde un enfoque de comunicación, punto para Aldo.

Aldo fundamenta su tesis en experiencias que, a mi parecer, difícilmente admiten interpretaciones distintas de igual contundencia: por ejemplo: el papel del SUTEP en el descalabro del sistema peruano de educación pública; y la "minifundización" del agro.

También se refiere al silencio de importantes actores políticos de izquierda frente a la violencia senderista (que me hace recordar al silencio y evasivas de Verónica Mendoza frente a las prácticas del régimen venezolano); el modelo económico "realmente existente" que resultó un fracaso (¿podríamos fundamentar lo contrario?); la incoherencia entre lo que se dice y lo que se hace por parte de muchos actores políticos de izquierda (luchas intestinas, el "apuñalamiento" mutuo, los afanes personalistas que aún hoy le hacen daño); y dogmatismos sectarios (¿alguna vez estuvo realmente unida la "Izquierda Unida"?); y otras por el estilo.

Y, ¿saben qué?, aún no he leído una crítica sustancial al libro, al menos no alguna que no caiga en lo mismo que se le critica a Aldo. 

Creo que la fuerza y el éxito (hasta ahora) del "Octavo Ensayo" radica precisamente la "simpleza" y el análisis de la condición humana (imperfección, incoherencia, arrogancia, dogmatismo, sectarismo, etc.) en la experiencia de la izquierda peruana. Y, de alguna manera, dice lo mismo que Giovanni Sartori, solo que con ejemplos.

¿Hay mucho de injusticia y sesgo en sus páginas?

Sí, Lo hay. Aunque hasta ahora las reacciones han sido tibias, las críticas parecen decir: "No hay que darle importancia", como si fuese mejor minimizar el libro que rebatirlo, como si esperaran que pase al olvido. Pero tengo malas noticias: la primera edición se agotó en menos de 2 meses y ya está saliendo la segunda edición...

Las debilidades

Son tres. 

La primera es dividir la historia entre malos (la izquierda) y los buenos (todos los demás), entre víctimarios (el "rojerío") y las víctimas (él, y todos los peruanos "no rojos"). 

La segunda, ignorar escandalosamente los logros en favor de la sociedad peruana por parte de los movimientos de izquierda, dándolos por sentados, como que existieron siempre, que estaban allí y nadie se ocupó de conseguirlos. 

Y la última, dar por sentado que la izquierda tuvo tanto pero tanto poder que pudo hacer todo lo que Mariátegui le endilga, ignorando el hecho que la política se da a través de relaciones entre actores.

En conclusión...

Es un libro provocador, apasionado, "atarantador", de bronca de esquina, de pleito de callejón.  Y sea porque lo lees "para fortaceler mi anti-izquierdismo", o "para conocer cómo piensa la derecha bruta y achorada", o como yo, para informarte, vale la pena leerlo.

Te caiga bien o mal el tal "Alditus", el Octavo Ensayo es un libro que debes leer. Y hazlo armado de una dosis grande de buen humor, un par de buenos guantes aislantes (para evitar el veneno que chorrea de sus páginas) y un antídoto contra mordedura de cascabel... aunque, claro, nada te garantiza que seguirás en este mundo al llegar a la frase final: "La izquierda local es (...) una tragedia y una maldición.). 

Si sobrevives, es probable que luego vayas por allí medio aturdido y respirando con dificultad, diciéndote a ti mismo que, en algunos pasajes del libro, "el autor escribe piedras" y que, en otras, "... Alditus tiene razón".

miércoles, 9 de diciembre de 2015

El Perú está calato (una reseña pe')



Debo confesar que siempre, desde que la escuché por primera vez, me sentí incómodo con la frase "el milagro económico peruano". Primero, porque, poco o mucho, no lo hizo nadie por nosotros y nada tiene que ver la magia con esto; y segundo, porque ha habido crecimiento, sí, pero no desarrollo ni mucho menos una gran transformación.

Pero no podía decirlo en voz alta. Hasta hoy que Carlos Ganoza y Andrea Stiglich nos dicen que "el milagro económico" tiene una buena cuota de espejismo, de una mentira que hemos querido creer.

¿En qué se basan para aseverarlo? 

Lo de milagro, explican, nació de una frase afortunada en el discurso de un embajador de los EEUU en el Foro Apec el año 2007. Y nos la creímos. No puede haber un milagro, dicen los autores, en una economía con baja productividad, salarios precarios y alta informalidad, un Estado incapaz de imponer seguridad, partidos políticos débiles y poderes del Estado deslegitimados. Cinco situaciones, cinco verdades amargas, cinco trampas que nos están haciendo despertar de nuestro sueño. Y te explican por qué. Con mucha claridad. Cinco trampas que no te voy a explicar para que leas pues.

Pero te voy a dejar unas reseñas más completas para que te hagas una idea del sabor que tiene la manzana de Adán (y porque se que no lo vas a leer, pillín):
http://blogs.gestion.pe/laeconomiadelainclusion/2015/07/el-peru-calato-y-la-inclusion-social.html
http://semanaeconomica.com/elperuestacalato/2015/06/20/jaime-de-althaus-responde-el-peru-no-solo-crecio-por-el-boom-minero/

¿Ya las leíste?

Bien. Ahora yo te contaré cuál fue la parte (o trampa) que más me gustó. Fue la cuarta: "Los partidos perdidos", que los autores encabezan con una frase de Groucho Marx: "Estos son mis principios. Si no le gustan, tengo otros".

Es estupenda las descripciones que hacen Ganoza y Stiglich de los bandidos sedentarios y los bandidos pasajeros.

Los primeros son los políticos corruptos que hay en toda  organización partidaria estable que, de una u otra manera, deben rendir cuentas y asumir –como organización- los pasivos de su gestión. Los segundos son los independientes corruptos, como el ex presidente regional de Ancash, Carlos Alvarez, que llegan al poder para literalmente "cargarse las arcas del distrito, provincia, región o país" en camionadas). 

Los primeros son malos, sostienen, sí, malos. Pero los segundos son mucho peor. Son muy malos. Más malos que los desgraciados del show de Laura Bozzo y los chacales de Magaly. Más que Voldemort, y que Saurom. Más que Joffrey Baratheon y su mamá, la tía buenaza de "la Cersei". ¿Más que Soraya...? No, más que Soraya no.



Pero, bueno, los partidos, piensa uno al terminar de leer la cuarta trampa, aún con sus problemas, son preferibles a esos bandidos pasajeros. ¿No estás de acuerdo? Espera, léelo y hablemos.

Este libro no es apto para quienes creen que en el Perú estamos viviendo un milagro y que, en consecuencia, ya nos hemos ganado la salvación. ¿O tal vez sí? 

Es un libro estupendo, claro y contundente. No es un tratado de economía ni un ensayo con lenguaje de politólogo alemán tipo Habermas. Es una obra pequeña en tamaño pero gigante en su capacidad para comunicar de manera simple y llana, las trampas que nos acechan.

A pesar de todo, terminan diciendo, hay esperanza. Pero no será un milagro. Será trabajo duro para evitar caer en el abismo de las cinco trampas, y construir instituciones.

Con un título y una propuesta provocadora, es una lectura imprescindible para calentar motores antes de que empiecen las campañas electorales de verdad.




lunes, 14 de septiembre de 2015

Chapa tu choro: hágalo usted mismo



Hace unos diez años, cuando me mudaba de una casa a otra en el distrito de San Borja, fui a la Comisaría del sector para obtener el permiso de mudanza. Cuando volví, encontré a dos policías muy amables que, desde un patrullero, me ofrecieron sus “servicios personales”:

-       30 soles nada más y escoltamos el camión de mudanzas hasta su nuevo hogar.

Corría el año en que se había lanzado una campaña anti-corrupción llamada “A la Policía se la respeta” y yo, respetuosamente, contesté:

-       Gracias, pero no creo que lo necesite y, además, esta mañana vi el anuncio de la campaña “A la Policía se la respeta” y yo la apoyo totalmente.

El oficial me respondió:

-       Sí, eso es verdad, pero eso es una cosa y esta es otra. No se mezclan. Lo que nosotros le ofrecemos es un servicio personalizado.

Esta curiosa anécdota me vino a la memoria ahora que se debate sobre la cuestionada campaña “Chapa tu choro y déjalo paralítico”, en donde lo que se cuestiona no es el hecho de la captura sino el de dejarlo paralítico.

No soy un experto en Seguridad ciudadana. Pero sí un ciudadano curioso y que hace preguntas. Y la pregunta que me hice fue esta: si la inseguridad ciudadana nos afecta a todos, ¿por qué tengo la sensación de que la campaña "Chapa tu choro y déjalo paralítico" ha pegado en los sectores socio - económicos E y F, y no en los demás? 

¿Tal vez porque, lamentablemente, en nuestro país,  el Estado, hace ya un buen tiempo, abandonó la idea de que la seguridad ciudadana es un servicio público? ¿Tal vez porque que “habían otras prioridades” y les resultaba más cómodo y más barato” dejar que cada uno se las arreglara como pudiera y que se hiciera cargo la iniciativa privada?

¿Algo así como un “hágalo usted mismo?”

No tengo estadísticas para citar. Pero fui niño en los años 70 y pude ver cómo las casas del Perú pasaron de que tenían hermosos jardines frontales pasaron a tener horribles muros y cercos eléctricos. Lima pasó de ser “ciudad jardín” a ser “ciudad cárcel”. Pero esto fue solo la punta del iceberg, esto es, solo el reflejo de algo mucho más serio y peligroso: la progresiva privatización del servicio de seguridad ciudadana.

Ver: http://seguridadidl.org.pe/noticias/la-privatizaci%C3%B3n-de-la-seguridad-una-muestra-m%C3%A1s-de-la-improvisaci%C3%B3n-aprista-en-temas-de

Ver: https://es.globalvoicesonline.org/2013/03/01/inseguridad-en-la-capital-peruana-realidad-o-falsa-percepcion/

Ver: http://html.rincondelvago.com/seguridad-ciudadana-en-peru_1.html

Ver: http://www.rpp.com.pe/2013-07-21-luis-miguel-llanos-plantea-la-privatizacion-de-la-seguridad-ciudadana-noticia_615205.html

Así que la siguiente pregunta que me hice fue: ¿Quiénes y de qué manera se compra seguridad en el Perú?
Hagamos un ensayo (prueba-error-prueba-error…) en el que les pido que me ayuden diciéndome si me olvido de algo o me equivoco:

-       Los sectores socio-económicos A y B:

Guardaespaldas, vigilante particular con arma de fuego, autos con lunas blindadas y polarizadas, transporte particular para cada miembro adulto de la familia, chófer,  barrios exclusivos, construcciones antirrobos, alarmas, cercos eléctricos, armas civiles, compra de los días de descanso (franco) de policías sobre todo por parte de los bancos, centros comerciales, tiendas y negocios exclusivos, etc.

En este sector hay que añadir los convenios que celebra el Ministerio del Interior con las corporaciones mineras para abastecerlas de seguridad, con lo cual el Estado pasa de ser un agente pasivo a ser un promotor activo de la privatización del servicio de seguridad.

¿Me olvido o se me pasa algo?

-       En los sectores C y D:

Vigilante para la calle o el barrio sin arma de fuego (solo palo y silbato), auto particular, enrejado de la casa, calle o el barrio, sacrificio del jardín frontal, taxi radio, armas eventualmente.

¿Me olvido o se me pasa algo?

-       ¿Y en los sectores E y F?: 

Enrejado del barrio o calle, cuando pudieron ponerse de acuerdo y su casa no estaba ubicada en una calle principal. Y eso es todo, porque no tienen recursos para comprar seguridad como lo hacen los sectores A, B, C y D ni tampoco pueden renunciar a transportarse en el pésimo servicio de transporte público que heredamos del gobierno de Fujimori y Montesinos.

¿Me olvido o se me pasa algo?

Pero aun necesitan seguridad y recurren a lo único que tienen: ellos mismos.

¿Podemos decir entonces, que la campaña "Chapa tu choro..." es simplemente la modalidad que utilizan los pobres para proveerse de seguridad de la misma manera que lo hacen los sectores A, B, C y D comprando seguridad en el mercado?

¿Una especie de “si no tiene quien se lo haga o no puede pagarlo, hágalo usted mismo”?

¿Una muestra más del tan alabado “emprendedurismo” de nuestro pueblo? ¿Un recurso desesperado? ¿Un Mil oficios?

Visto así, ¿cuál es el desafío del Estado? ¿Qué hacer para que la seguridad ciudadana vuelva a ser un servicio público?

¿Quiénes son los principales dueños de las empresas de seguridad? ¿A quiénes les interesa que la PNP y el Poder Judicial no funcionen efectivamente?

Repito, no soy un experto en el tema pero sí un ciudadano curioso y preocupado que quiere aportar una breve reflexión para el debate.

domingo, 6 de septiembre de 2015

Yo ya chapé mi choro

Bueno, no lo chapé yo. Pero estuve entre quienes lo corretearon. Y no quedó  paralítico. Pero se fue bien gomeado. Y tampoco lo gomeé yo. Lo abollaron los otros chicos del barrio. Y sí, el patrullero no apareció sino hasta una hora después que lo chapamos y media hora después de que lo dejamos ir. Pero yo lo vi todo, comisario. Si me promete no tirarme dedo, se lo contaré.
Continuará

sábado, 1 de agosto de 2015

Déjà vu: ¡se ha dopado! (habladurías digo yo)


Déjà vu.

Las chismoserías habladurías sobre el supuesto (y falso) dopaje de Gladys Tejeda en los Juegos Panamericanos de Toronto 2015, me hacen recordar una tarde de agosto del 2008, cuando el estupendo Usain Bolt literalmente kicked the ass of derrotó a las estrellas estadounidenses en las Olimpiadas de Pekín 2008. Bolt no solo ganó sino que se dió el lujo de levantar los brazos y aflojar en el tramo final.


Yo estaba en un bar en Atlanta, Georgia, rodeado de amigos latinos y estadounidenses, y otros gringos y rednecks respetables ciudadanos estadounidenses del Sur profundo que veían en las pantallas anonados como sus estrellas eran humillados destronados por un "tercermundista". Aún sin recuperarse de la impresión, nerviosos, se decían entre sí: "Seguro que está dopado". Pocas horas después, Carl Lewis, para entonces ya retirado, declaraba a la prensa: "Países como Jamaica no tienen un programa de controles aleatorios, así que pueden pasar meses sin ser sometidos a pruebas. No estoy diciendo que alguien esté usando algo, pero todos deben jugar con las mismas reglas". 


Pero no, Usain Bolt no se había dopado. Y, para desgracia de Lewis y los gringos que estaban conmigo en el bar aquella noche, Bolt conservó la medalla y siguió ganando. 

Hoy, siete años después, la historia se repite.

Solo que esta vez no fue un jamaiquino de 1.96 mts de estatura, tan o más alto que sus competidores, sino una mujer pequeña, de origen humilde, 9 centímetros más pequeña que la que era dueña, hasta ese momento, del récord panamericano (Adriana Da Silva, 1.75 mts).


¿Cómo es posible? me los imagino pensando. Derrotadas por una mujer sudamericana, peruana, que tuvo que vencer primero, a la pobreza y la desnutrición, segundo, a un deficiente sistema de apoyo al atletismo en su propio país y, finalmente, a atletas mucho más altas, con grandes músculos, calanconas con buenas yucas piernas mucho más largas y auspiciadas por corporaciones internacionales. ¿Cómo es posible?

Y me los imagino diciéndose entre sí; se ha dopado, la peruana se ha dopado ¿oh, Dios, oh My God, se ha dopado!



Pero, no, no mis estimados calumniadores denostadores de hoy y siempre, Gladys Tejeda no se dopó y mantendrá su medalla de oro.



Gracias, Gladys, por darnos esta lección de vida. Y gracias picones maledicentes lengualargas críticos de hoy y siempre por hacer más grande el triunfo de Gladys con sus manotazos de ahogado. Frótense donde más les duele y disculpen si no salen en esta foto, pero es que nuestra guerrera no podia esperarlas una eternidad 3 minutos para empezar a celebrar.

jueves, 28 de mayo de 2015

La frontera sur (cuento)


Siempre hay una primera vez para todo. La primera palabra, los primeros pasos, el primer balón, el primer día de cole,  el primer amor y, como en mi caso, la primera vez que crucé la frontera sur. Tenía siete años. Era un niño flaco, curioso y alborotador. Acababa de empezar el tercer grado de la escuela primaria y, como un buen hijo orgullo de su papá, ya había estrenado mi uniforme comando he ido con mi abuelo a ver a los soldados que desfilaban cada veintiocho de junio para conmemorar la semana cívica y el santo de la ciudad. A mi abuelo, que había sido sargento, le encantaba la parada militar.
El mundo limitaba al norte con una acequia de dos metros de ancho que venía de la fábrica de acero donde trabajaba papá y a veces, solo a veces, con Wiski, el perro más grande que habíamos visto jamás. Al este con la pampa y el temido barrio El Acero con sus casas de adobe, quincha y calamina; al oeste con la bahía El Ferrol y el malecón; y al sur, el Tambo, la bodega de doña Juana, y más allá, la frontera del miedo, el terror, el territorio inexplorado de la morgue y el hospital.
A la acequia podíamos ir solo para jugar con los barquitos que fabricábamos con clavos, pabilo y los restos de madera balsa que quedaban de las chalanas destrozadas por el oleaje o carcomidas por la sal y la humedad. Nunca para bañarnos. No nos fuéramos a ahogar.
Claro que para llegar al canal había que atravesar la explanada en donde a diario retozaba Wiski, el pastor alemán, cada vez que su dueño, el gringo Merlet (que no era gringo sino francés), le dejaba salir.
―¡Es un perro pastor!― decíamos impresionados.
―¡Y alemán!― añadíamos haciéndole lucir como un can despiadado, casi un devorador.
No sé de dónde sacamos eso. De las películas de nazis tal vez.
Pero Wiski no era tal como lo habíamos pintado. Era más bien un perro sociable y juguetón. Bastaba con que nos quedásemos quietecitos, con el corazón acelerado, pum, pum, pum, pum veloz, llenos de miedo, cuando le veíamos llegar. Wiski nos olisqueaba, un poco por delante y otro poco por detrás, y se iba sin siquiera gruñir.
Pero todos, sin excepción, habíamos tenido alguna vez un encuentro «fatal». Narrábamos nuestros encuentros con él cada tarde en lo de doña Juana, mientras saboreábamos un Sublime o un Cuácuá.
―A mí me persiguió― decían los más valientes― pero no le hice caso, me quedé allí como estatua y al rato se fue. Es manso el Wiski en realidad.
―¡Qué va a ser manso!― reclamaban los demás.
―Es verdad― decían las chicas― a mí me hizo llorar.
Yo no decía mucho. Y si hablaba, repetía con pequeños cambios, lo mismo que los demás. Que doblando la esquina de la casa de los Sánchez, así de repente, me había encontrado con él. Cara a cara. Boca a hocico. Pata a pie. Y que normal no más. Tranquilo. Que yo no era mariquita y que me sabía cuidar.
La verdad era, sin embargo, que a mí Wiski me aterrorizaba, lo mismo que me sobrecogía la oscuridad, sobretodo la que había más allá del Tambo, a donde solo se llegaba cruzando la casa del teniente-alcalde y recorriendo la calle de piedras y el malecón.
―Auxiiiliooooooo, meeee aaaahogoooooo―contaban los pescadores que, por las tardes, se escuchaba la voz lastimera de un hombre que años atrás había perecido en una tempestad. Hablaban también de una casa endiablada en donde las «desventuradas almas» jalaban la sábana y la frazada, movían el catre y armaban un bullicio infernal. También de un hombre alto de capa negra y otras historias que nos llevaban a la cama con un crucifijo y una oración.
Yo le preguntaba a mi abuelo si esas historias que contaban eran verdad.
―Jajajaja― reía― Y si fuera verdad, carajo, ¿qué? ¿Les vas a tener miedo? ¡Lo hacen para asustar!― Mi abuelo hablaba así. Para él, decir «carajo» después de cada frase era como para mi abuela, ardorosa creyente, decir Amén. Yo me divertía con él.
―¿A ti no te da miedo?
―No.
―Hombre macho no llora, carajo, ¿verdad, abuelo, verdad? ―le decía porque me gustaba parecerme a él.
El viejo sonreía me daba una palmada en el hombro y me decía:
―Así es―y cuando lo hacía, yo sentía que era un poco como él.
Un día, sin embargo, algo cambió. La realidad me puso a prueba sin aviso previo, así sin más. Y lo hizo en forma de un chiquillo pelirrojo y larguirucho con aires de sabelotodo y fanfarrón que se llamaba José.
José, o el Loco Pepe, era el hijo del director residente del hospital, y desde el primer día que nos conoció hablando de Wiski, se propuso quitarnos lo mariquitas.
―No puedo creer que por un perrito hagan tanto burdel ―dijo.
Para él era fácil decirlo. Tenía diez años. Ya era grande. Estaba en el cuarto año. Dos años más y marcharía en el desfile cívico-militar en un batallón con bastón de mando.
La cabeza de Wiski le llegaba al pecho mientras que a mí me llegaba justo a la altura del mentón.
― ¿Qué va a pasar cuando llegue la guerra? ¿Se van a orinar?
La guerra. Yo había escuchado a mi abuelo discutir con mi papá sobre si el nuevo gobierno, el del chino General, debía o no declararle la guerra a Chile. Mi papá decía que no, que no había nada mejor que la paz. Y mi abuelo que sí, para recuperar Arica, carajo, y Tarapacá. Chilenos pendejos, ya verán.
Yo amaba a mi abuelo. Él era un duro. Y si él no le tenía miedo a la guerra, yo tampoco.
―Miren― dijo el Loco abriendo los brazos y formando un círculo cómplice a su alrededor ― si son machos, pero machos de verdad, un día vamos a ir al hospital.
―¿Al hospital?― se me ocurrió decir― Yo ya fui al hospital y no me dio miedo― agregué orgulloso ―Fui con mis primos a ver a la tía Dolores, que la habían operado porque se estaba sintiendo mal y…
―Espera, espera, déjame terminar― me interrumpió― al hospital va cualquiera. No hay que ser macho para hacer eso. Lo sé. ¡Yo vivo cerca de allí! Hablo de ir un poco más allá. A la morgue. Está a lado. ¿Alguna vez han visto un muerto de verdad?
Yo no los había visto. Jamás. Pero solo imaginármelo me hacía sentir un nudo en el pecho y un escalofrío me invadía de la cabeza a los pies.
Una cosa era Wiski, que, como decía la abuela, era del más acá. Otra cosa eran los muertos, que eran del más allá.
―¿Qué? ¿Tienen miedo?
―Yo no― dijo el gringo Villa.
―Yo tampoco― se sumó el Cabezón Meléndez. Chicho y Willy se aunaron después.
Los demás no dijeron ni chis. Se miraron unos a otros con los ojos redondos y el pecho encogido por temor. Uno, el peor de todos, inclusive culpó a su mamá:
―Yo no puedo, Pepe. A las 7 es el toque de queda y si llego tarde, me va a pegar.
―¡Ahora pues!― nos retó ― Ahora los quiero ver. Es ir por detrás, escondernos de la patrulla, trepar la pared, mirar los muertitos, contar unos cuentos y regresar.
―Pucha, yo iría, de verdad, solo que…― me intenté justificar.
―Ya, ya, ya… Te chupas, Lobo. Pura bocas eres… bla, bla, bla― dijo el loco señalándome con el dedo índice como quien dice «mírenlo, mírenlo, al mariquita, mírenlo a él».
―No, en verdad es que…― iba a seguir inventándome una disculpa pero cerré la boca. Preferí callar.
El desafío que me había lanzado el loco me convenció. No porque de pronto me hubiese invadido un coraje a prueba de espantos, sino porque yo ya era, a esa tierna edad, lo que se dice un bocón. Hablaba casi siempre de más. Pero no lo hacía por mentiroso sino porque me fascinaba contar historias. Lo contaba todo: fantasías, ensueños, anhelos, visiones, chistes, aventuras, la mayoría de veces sin discriminar lo que era imaginario de lo que era real.
―¡Ja, ja, ja! Chibolos del mal. Iremos mañana― sentenció ―No te mariconees, Lobo ¿Vas a venir, verdad?
―Y… sí… carajo. Claro que voy.
―Hasta mañana entonces.
―Chau.
Esa noche dormí mal. Como siempre lo hacía cada vez que algo excepcional iba a pasar. Me imaginaba los finaditos tirados allí. ¿Cómo sería una morgue? ¿Cómo era un muerto? Yo había escuchado que pálido, blanco, frío, tieso, azul…
Y si nos descubrían las patrullas, ¿qué? Yo había escuchado que a un señor de la calle de al lado le habían disparado. Otra vez había visto una tanqueta pasar por mi calle y estacionarse frente a mi jardín. No se veía a nadie, salvo a un soldado que iba sentado en la torre con un fusil.
En la escuela apenas si me mantuve en pie. Volví a casa a la una, almorcé sopa de sémola, un bistec al jugo con ensalada y arroz. Hice mis tareas y salí de casa a las cinco y media, después de apurar medio litro de leche en mi tazón especial que decía «Buenos días», y un pan con mantequilla con que mamá complementaba mi alimentación religiosamente, cada día, a las cuatro y cincuenta porque estás flaco, hijito, hueso y pellejo, y tienes que comer bien. Le dije que me iba a jugar un partido de fútbol y que volvería antes de las siete.
El loco estaba ya con el gringo Villa, Chicho, Willy y el Cabezón en el punto de reunión.
No estábamos todos. Decidimos esperar, treinta o cuarenta minutos tal vez.
―Nadie más ha venido. Vámonos ya.
Yo les seguí.
Cruzamos la calle de piedras y recorrimos el malecón. En veinte minutos que parecieron diez mil, estábamos frente a una pared alta, larga y gris que lucía unos agujeros rectangulares de cuarenta por veinte en la parte superior. Ya no había lugar para arrepentirse. Estábamos más allá del umbral del mundo conocido, profanando los límites del mundo del más allá.
―Aquí es donde tenemos que trepar para poder ver― dijo el Loco justo en el instante en que algó caliente y peludo me tocó el tobillo
―¿Quiéres subir primero, Lobo? ­―preguntó alguien.
Pero yo que temblaba con algo peludo y tibio que me rozaba el tobillo, no respondí.
―¡Es Wiski! ―murmuró uno ―nos ha seguido hasta aquí.
―Se le ha escapado al gringo Merlet.
―Qué susto me dio ―comenté.
Recuperé el aliento y, entonces, uno por uno fuimos subiendo, con ayuda de los demás. Uno por uno menos yo que por ser tan pequeño ni con ayuda alcanzaba a poner mis ojos a la altura de la parte más alta de la pared. Buscamos ladrillos, piedras, pedazos de madera, pero nada había en esa área del hospital. Era un terreno baldío. Tan muerto como los habitantes de ese lugar.
Yo tampoco insistí mucho. Con llegar hasta donde había llegado, tenía bastante para contar. Me ocupé, sin embargo, por parecer frustrado y enojado por no alcanzar a ver a los muertos. Cuando crezca, todos los días voy a venir, amenacé.
El Loco empezó a contar cuentos de fantasmas y aparecidos, la mujer sin cabeza, el hombre del sombrero negro y el decapitado. Así estuvimos media hora tal vez.
Eran apenas las siete menos quince cuando volvimos al barrio y encontramos a los demás chicos en el Tambo. Y al gringo Merlet que habia estado allí pregutando si alguien había visto a su pastor alemán y dijo:
―Gracias porg traergme el perrgo.
Nos dio, cada uno, una moneda de un sol.
Y mientras el gringo se alejaba con Wiski a su lado, Chicho y Willy empezaron a hablar. Contaron todo, hasta lo que no llegaron a ver.
Yo, igual que el día anterior, cuando decidí que sí, carajo, yo voy, no decía mucho. Solo asentía entusiasta y confirmaba lo que contaban los demás. Pero cuando me preguntaron les dije que sí, que había visto sus cabezas y sus cuerpos, aunque más que nada sus pies.
Los chicos que habían estado conmigo, al escucharme, abrieron la boca volteando hacia mí. Pensé que me dirían calla mentiroso, si tú estuviste allí de relleno, te llevamos por pena nada más. Pero nadie me desmintió. Ni Chicho ni Willy, ni Pepe ni el Cabezón. Tal vez ellos mismos no habían visto nada en tamaña oscuridad. Me miraron sonriendo. Los miré y les dije:
―Chau, nos vemos después.
No había visto ningún finado. Ni había escuchado al ahogado gritar. Tal vez todas esas historias, como decía mi abuelo, eran solo para asustar.
Pero había cruzado la línea del miedo. Había pisado el paraje prohibido. Más allá del Tambo y los chocolates de doña Juana: la frontera sur.
Esa misma noche, a la hora de la cena, con las cortinas cerradas y a media luz, se lo conté a mi abuelo. El viejo cruzo los brazos sobre el pecho, acomodó su enorme barriga por encima del cinturón y me escuchó sin chistar. Cuando terminé:
―¡Jajaja!― lanzó una carcajada con su vozarrón y en voz alta exclamó: ―¡Jael! ¡Hija! ¡Este cojudo ha salido a mí!

Ginebra, 28 de mayo de 2015

sábado, 14 de febrero de 2015

El diploma


Hay algo que no entiendo sobre los diplomas. Todo el mundo quiere uno tener uno, de lo que sea. Una licenciatura, un bachillerato, un Honor al mérito, y hasta un Certificado de asistencia

¿Es verdad o no?

La culpa es de los padres que, desde que eres pequeñito, te dicen: Niño, cuándo seas grande, ¿qué quieres ser? Y ponen esa cara de idiotas que solo los padres saben poner, ¿qué quieres ser?

El niño, que no tienen ni un año, y que lo único que sabe es que a las seis es la teta, a las nueve la papilla, a las doce más teta, a la una la siestita, a las cuatro más papilla y a las seis otra vez teta y a la cama, el niño, lo mira y piensa: pero, ¿qué le pasa a este degenerado? ¿Cómo que qué es lo que quiero ser? ¡Si estoy siendo! Estoy siendo el que chupa la teta, come la papilla, hace siesta y duerme. ¡Es que hay algo más en esta vida!


—Jejeje, ríe el padre y dice: no, hijito seguro que va a ser Ingeniero, como su padre, o abogado como su tío, o Médico como su abuelo.

—¿Y si no les gusta ninguna de esas? Dice la mamá.

—Bueno, ya, acepta resignado el padre, pero nada menos que arquitecto.

Así, desde que el niño tiene un año, ya sabe que tiene que elegir entre una de esas cuatro carreras. Las únicas que te dan el estatus social que tus padres necesitan para sentirse orgullosos de su hijo.
Para que luego, cuando te hagas grande y se te ocurra hacerte político, los alcaldes de los pueblos que visitas en tus campañas puedan saber cómo llamarte en sus discursos:

—"Tengo el inmenso honor de anunciar al honorable y meritorio compañero, camarada, amigo, el... el... disculpe usted ilustre visitante, ¿cómo lo debo llamar? ¿Doctor o Ingeniero?"

—"Arquitecto, por favor."

—"Ejem, este, como venía diciendo... al honorable y meritorio compañero, camarada, amigo, el... el... Ingeniero Carranza del Pino.

Y es que los padres solo quieren evitar que suframos cuando seamos grandes, Y por eso te seguirá preguntando lo mismo el resto de su vida, pero cada vez con mayores expectativas.

Porque no es lo mismo que un niño de tres años, lleno de candor y de inocencia, que cuando va al baño dice "mama, quiero hacer pipí", "ay que lindo, dice la vieja, quiere pipí", "ah y también popó"

O sea, no es lo mismo que un niño así te diga "quiero ser bombero, papito",  a que un adolescente de quince años, con la cara llena de barros, el pelo largo, pantalones bajo las nalgas y la mano llena de pelos y de callos, te diga: "quiero ser bombero, pe"

En el primer caso, el padre responde: "ay que lindo mi bebé, quiere ser bombero"

En el segundo: 

—"¿Pero qué hecho de malo para tener un hijo como tú? ¡Pa' bomberos los cojudos! Decía mi abuelo y tenía razón, ¿es qué crees que vas a vivir con la miseria que te dan esa vaina? ¿Es que crees que la plata llega sola? Debí haberlo sospechado...

—Pero, apa, tu siempre dijiste que te gustaba , que era lindo..

—Mentía, entiendes, mentía!

Y, voilá, allí tenemos un adolescente con serios problemas de identidad y autoestima.

Y yo digo, ¿cuál es el problema? Ser bombero es una profesión respetable, solidaria, decorosa, compasiva y humanitaria. Y, lo mejor de todo, te dan un diploma después de tu primer acto heróico.

—Apa, ¿tú quieres que traiga diploma?

—Sí

—Ya pe', le dice el chico, ta bien pe, el Co'andante m'a dicho que me va dar un Certificado de asistencia... 

—¡Pero eso no es un diploma! Eso es un cartón inservible. Lo que yo digo es un diploma profesional!

—Ah...

Y así, queridos amigos, así es como desde chiquititos nos traumatizan con esta vaina de los diplomas.

Les cuento esto porque hace poco decidí meterme en un curso a distancia en la Escuela de Escritores de Madrid, para aprender técnicas para escribir cuentos y relatos. Todo en línea. ¿Oyeron bien? En línea.

¿Cómo funciona? 

Leemos uno montón de páginas de grandes obras y teoría y, al cabo de quince días, tenemos que presentar un cuento. La verdad es que me gusta mucho. Y si bien yo sé que es muy tarde para convertirme en un escritor laureado, sí debo confesar que abrigo el secreto deseo de publicar y ganar algún pequeño concurso, el Cuento de las 1000 palabras de Caretas o, ya sin ser tan ambicioso, el Nobel de Literatura, por ejemplo,

Pero el caso es que un día decide contar esto a varios amigos, unos amigos, que fueron educados con frases como "Diploma o muerte, venceremos", y cuyos padres les preguntaron desde la cuna que qué querían ser cuando fuesen grandes. De allí, de esos interrogatorios, salieron varios bomberos, astronautas, payasos de circo y súper héroes. Pero ninguno con diploma.

El caso es que, cuando se los conté (a unos personalmente y a otros por Facebook) me comenzaron a preguntar, casi todos,

—"Ay qué lindo, Julio, qué bonito que sigas tus sueños".

Hasta allí todo bien. Pero paso a la siguiente línea y leo:

—"¿Y te van a dar DIPLOMA y todo?"

Pero, carajo, ¿para qué quiero un diploma?

Se imaginan mi diploma:

"La Escuela de Escritores de Madrid otorga al Sr. Julio Alvarez el presente DIPLOMA que lo reconoce y acredita como Premio Príncipe de Asturias de Literatura y candidato eterno al Nobel, codo a codo con Gabriel García Márquez y Mario Vargas Llosa" Fírmese, Regístrese y Archívese."

O mejor aún, imagínense a los miembros del Jurado del Premio Nobel discutiendo mi candidatura junto con las de Haruki Murakami, Patrick Modiano y Alice Monro?

—"Este peruano escribe pésimo, señores miembros del Jurado, 

—Si, es un espanto,

—Lo peor que he visto en mi vida.

—Pero, joder, ¡tiene un DIPLOMA!"

Me han convencido. ¡Quiero mi diploma!