jueves, 3 de enero de 2008

Amores perros


Voy a decir, emulando un bellísimo poema de Aquiles Nazoa (La balada de Hans y Jenny), que nunca antes fue tan humano el amor como cuando Malevo, peleador empedernido, amó –a su manera- a Mireya, la danzarina de Delhi.
Los conocí en la India. Ella era una esbelta "perrizuela" que , por sólo Dios sabe qué fatales motivos, había terminado vagabundeando por las calles de Delhi junto a este bandolero, hecho para la calle, que era su marido, el tal Malevo.
La última vez que los vi, el día de mí despedida en casa de unos amigos argentinos, estaban enojados la una con el otro. Ella jamás le perdonó que en plena maternidad, se hubiese desaparecido varios días para darse la gran vida con unas callejeras y así fue que lo encontraron, ebrio de placer, ojeroso, encaramado sobre una hembra de patas cortas y sin un ápice de vergüenza.
Mireya sufrió en silencio las pocas semanas que le quedaron de gestación, pero sólo hasta que dio a luz a unos hermosos bebés que eran el encanto de todos. Desde entonces, Malevo dejó de ser el hombre de la casa. Dejó de comer primero y ya no pudo elegir en qué lado del lecho quería dormir, tal como lo hacía antes cuando un gruñido era suficiente para que ella se hiciera a un lado y le diera la preferencia en todo. Así habían sido educados y el nuevo estatus que habían adquirido un par de años atrás gracias a unos benefactores argentinos, no había cambiado mucho las cosas. India ha sido siempre un país en el que la mujer es instruida para acatar y obedecer al marido y las calles de Nueva Delhi, allí donde crecieron hurgando en los enormes contenedores de basura y se conocieron Malevo y Mireya, no eran diferentes.
El golpe de suerte que los llevó de la mendicidad en las calles de los barrios acaudalados de Delhi a las antesalas diplomáticas empezó a gestarse aquel día que empezaron a acercarse a olisquear los vapores que provenían del asado de Mario, empedernido gourmet argentino que desafiaba el aire impoluto y libre de olores carnívoros de Vasant Vihar, con el irrevernte aromas de sus bife chorizos y sus atados de tira, ganándose la ojeriza de los vecinos hinduistas y el aprecio nuestro.
Primero fueron pedazos de hueso y tiras de pellejo que Mario lanzaba hacia la pista; luego se fueron acercando a la pequeña puerta de metal que dividía el jardín delantero de la acera; hasta que un día Anita –esposa de Mario- seguro dijo: "Che, Mario! Pobrecitos. Y si los dejamos dormir aquí en el jardín"; a lo que Mario seguro respondió "Pero claro, si son lindos los perritos"; y días más tarde. "Che Mario! Y si los hacemos pasar, mira que viene el invierno, pobrecitos!"; y así sucesivamente, hasta que Malevo y Mireya tuvieron un lugar preferencial en la hermosamente decorada sala de mis dos amigos argentinos. Y de allí nunca se movieron.
Allí, esa sala, era el espacio de señorío de Malevo… bueno, hasta el día en que Mireya dio a luz cinco ó seis cachorros chusquísimos (de raza desconocida o producto de mezclas indeterminables) preciosos, entre ellos, un gordito peludo que era no sólo el más robusto sino también el más alto y que, de no ser porque todos nacieron de un tirón, se hubiese murmurado que Mireya había cobrado venganza por la afrenta que le propinó Malevo.
La entrega en adopción de los cachorros fue todo un acontecimiento, o más bien, varios acontecimientos. Pasados 3 meses habían salido todos menos el gordito, hasta que un día una niña india se enamoro de él y llevo a sus padres a casa de Mario y Anita. La niña estaba encantada y la adopción estaba casi garantizada, hasta que los padres, muy preocupados por el escalón de la escala social y pureza que ostentaba el rechoncho perrito, preguntó: "¿De qué raza es?". Y entonces hubo un silencio sepulcral apenas interrumpido por las miradas de desesperación que nos lanzábamos, una elipsis mortífera que pareció durar un siglo, hasta que la hija de Mario, una guapa porteña de armas tomar, espetó: "¡Más o menos como San Bernardo!" Y así fue cómo el mofletudo hijo de Mireya y Malevo fue adoptado por una acaudalada familia hindú y no terminó como un can vagabundo, pulgoso, carachoso y garrapatoso, lo que debió haber sido su vida, de haberse cumplido a rajatabla la ley del karma y no haberse convertido sus padres en mascotas de una pareja de diplomáticos e intelectuales que gustan de las buenas tertulias literarias y musicales. ¡Tamaño ascenso en la escala de castas, social y de reencarnaciones!
Las relaciones de Malevo y Mireya, sin embargo, no cambiaron luego de que sus benefactores entregaran en adopción a su prole, no por lo menos hasta el año 2001 que dejé la India para retornar al Perú. Supe que él nunca más volvió a echarse una canita al aire como la que desembocó en el matriarcado de Mireya, pero no supe si ésta lo perdonó.
Lo más importante que ocurrió antes de mi partida fue la fractura de pierna de Malevo luego de pretender caminar por la cornisa de un tercer piso del edificio, tal cual lo hacía Mireya a diario, haciendo alarde de agilidad, seguridad de patas, garbo y esbeltez. Su consorte era, por el contrario, lo que su mismo nombre decía: un malevo… fuerte y musculoso pero mucho menos ágil y más pesado. ¡Era un malevo! La bella y la bestia.
Tengo entendido que el matriarcado de Mireya duró hasta que ésta falleció. Y me imagino que Malevo siguió siendo en lo que se convirtió después de los sartenazos de desprecio que diariamente le largaba su hembra. El machote, fuera de los espacios que caprichosamente decidía Mireya que eran suyos, intentaba marcar su territorio frotando su costado en las piernas de cuanto invitado e invitada llegaba a casa, lo que espantaba a las mujeres y enojaba a los hombres, pues las buenas pantorrillas y muslos empezaron a venir muy cubiertos para nuestro gusto.
A partir de allí es poco lo que sé. Mario, Ana, Malevo y Mireya se mudaron a Argentina por unos años y luego a Teherán en donde están ahora y desde donde está tarde me llegó un emilio (e-mail para los lornas que no conocen esta guapa jerga española) en el que me contaban que Malevo y Mireya habían seguido juntos hasta el final; que Mireya había fallecido apenas llegaron a Irán y Malevo hace sólo unos días. El ciclo de vida perruno se había cumplido de manera implacable para los dos.
El mensaje de Anita, recibido el 2 de enero de madrugada, decía así:
"Les envío una foto de nuestros perritos que estuvieron compartiendo nuestros caminos y nuestras vidas durante largos años.
De Asia salieron y a Asia regresaron a descansar y, sorprendentemente en este país donde los perritos no ocupan ningún lugar ni son queridos ni respetados, ellos con su encanto y estilo lograron encandilar a quienes los rechazaban, a quienes solo los despreciaban y miraban como seres impuros.
Ayer, 1 de enero, muchos de nuestros conocidos a que transitaron en casa para recibir el año dejaron muchas lagrimas al enterarse que Malevín ya no esta entre nosotros, conquistaron estos animalitos muchas almas islámicas y lograron que quienes les temían lloraran y rezaran por él.
La vida es un dar y recibir y ellos han dejado en este Teherán querido mas cosas de las que muchos de los extranjeros que pasan, transitan y trabajan dejan en los países que los acogen.
Cada uno de ustedes, sea en India, en Argentina o en Teherán que han conocido a Malevo y a Mireya se que les gustaría tener un recuerdo de ellos porque cada uno de ustedes compartieron junto a nosotros el transito de estos nuestros mejores amigos que la vida nos permitió que nos conociéramos en el momento que debíamos como sucede con los amigos."
Por eso, como hubiese dicho el maestro Aquiles Nazoa, nunca antes fue tan grande el amor ni tan largo el desamor como cuando Malevo, peleador y bandido empedernido, amó –a su manera- y siguió amando a pesar de su indiferencia, a Mireya, la danzarina de Delhi.

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